Amenazados por los monólogos – Preguntarse


Una vez más, la realidad supera la ficción. Y aunque los monólogos me apasionan (especialmente Los americanos de Goyo Jiménez; sé que soy un clásico) la vida sorprende con encuentros que derivan en diálogos en los que nos damos cuenta de que estábamos hablando solos, no éramos comprendidos ni de lejos, o se escuchó cuanto decíamos entre líneas, sometidos a una diálectica que recibe información en diagonal saltándose innumerables detalles tan significativos como relevantes para otorgar sentido a nuestras palabras.

Sin citar demasiados datos, digamos que ayer me encontré con una persona, la cual me retiró amablemente del grupo en el que estábamos para preguntarme sin disimulos, presa por su sorpresa y la sorpresa de otros, que qué era eso de confesar en el metro. No tienes por qué saber que hace unas semanas escribí una entrada titulada de ese modo precisamente. Su sorpresa ahora era mía. Y aumentó cuando, ahora preguntaba yo, descubrí que no se lo había leído, que sólo estaba hablando en palabras e inquietudes de otros, que a su vez creo que tampoco se detuvieron demasiado en aquel humilde sueño titulado de modo escandaloso. Primera conclusión, nos agrada demasiado lo provocativo y aunque no tenemos paciencia suficiente para responder a lo vocativo, a la llamada, a la invitación que esconde ese reclamo. Aunque entonces, precavido yo, destiné mi primer párrafo a las posibles confusiones sectorizadas en los grandes grupos de iglesia que percibo (y que llamo abiertamente a superar en otro post, que también produjo un cierto escándalo), nunca pensé que el centro de la entrada se desplazaría hacia el asunto del clériman. Aunque bien pensado -algo que no hice ni dije entonces- este asunto nuevo refuerza lo dicho en el primer párrafo de aquel post sobre la confesión en el metro. A lo que añado la segunda conclusión: independientemente de las palabras, vivas o escritas, la escucha hoy está amenazada por los monólogos interiores a través de los cuales interpretamos todo cuanto nos llega. Una palabra interior que, en principio, debería venir en ayuda de nuestra debilidad y que se sometiese hábilmente al interlocutor, y que, sin embargo, sólo parece provocar interferencias, motivar errores, aislar a las personas de su contexto, extrapolar conclusiones inauditas. Lo dicho, ¡amenazados por los monólogos!

Aún hay más. La frase con la que hoy titulo el post, ni siquiera es mía. Proviene de aquel que me preguntaba, y dejó, sorprendido. Y pese a lo que pueda esperarse, me dejó con la palabra en la boca, sin explicación alguna por mi parte. Toda su preocupación era mi clériman, no mis palabras. La imagen, no las palabras. O, lo que es lo mismo, percibiendo la amenaza y consciente de ella inteligentemente, se cedió y rechazó el diálogo. A mi entender, todo fue imponentemente ilustrativo. Y aquí mi tercera conclusión: no deberíamos terminar ningún encuentro sin verificar que hemos hablado de algo en concreto, que hemos escuhado y atendido con claridad a quienes tenemos delante, que no hemos estado tan centrados en nosotros mismos que hayamos evitado la fuerza excéntrica de quien nos mira con ojos que no son los nuestros. Las palabras y el lenguaje, en su belleza, han sido retorcidos por las carencias humanas, sus prejuicios y necesidades. Respecto a los factores que impiden el diálogo y nos encierran en monólogos esclavizantes y paupérrimos, y superadas las dificultades del idioma, yo diría que el siguiente gran obstáculo que afrontar se reduce a no querer escuchar al otro, no reconocer la legitimidad de su discurso, de su razón o de su vida, y eliminar la distancia y alteridad prudente que de por sí, y a nuestro pesar algunas veces, está encarnada, es visible y reclama nuestra más absoluta atención y cuidado. Dicho de otro modo, creer que todos deben ser iguales (a uno mismo) sin aprecio suficiente por el lugar que cada uno debe ocupar en el mundo (su misión, su vocación, la comunión).

(Tomado de «Preguntarse y Buscar»)

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