Mi primera reunión del curso


Yo me esfuerzo, pero no me hacen caso. Soy partidario de un primer día laboral apacible y sin sobresaltos. Como esos que salen en las noticias, de los que juntan a los trabajadores en la terraza de un edificio con piscina, de los que tienen tiempo para contarse qué tal el verano. Pero, lo dicho, ¡ni caso! Primer día de trabajo en la escuela y les ponemos exámenes a los muchachos, que luego toca corregir, y por la tarde una bonita reunión (encuentro) de larga duración, de las que sabes que comienzan a primera hora de la tarde en Madrid (y hay que coger coche y esas cosas) y normalmente no sabes cómo terminará. Esta vez nos ha salvado que uno del equipo debía coger un tren relativamente pronto.

  1. Respecto a la duración de las reuniones, calculo que hay un momento en el que se pierde eficacia. Una visagra temporal que abre y cierra encuentros. Si son excesivamente cortas, o las cosas están claras, o no se llega habitualmente más que a una fuerte sensación de desencanto y de falta de participación. Ajustar el tiempo de las reuniones, en función del orden del día. A temas complejos, mayor tiempo. ¡No pasa nada y paciencia!
  2. Pero también influye en la duración otro aspecto mucho más interesante, y algunas veces poco explotado en según qué ambientes. Hay reuniones a las que se llega sin haber pensado nada, sin saber qué se va a hacer. Puedes haber recibido en su momento el orden del día, pero no se señala nada más que un pequeño guión con temas o asuntos, sobre los que no tienes claro qué se va a decidir. Una reunión productiva tiene trabajo previo antes, individual o en pequeños grupos. No todo en la vida versa sobre la eficiencia y la eficacia, también es cierto. Quizá en más de una ocasión se trate de un intercambio de pareceres y visiones. Pero aún en estos casos, conviene ofrecer la posibilidad de pensar con antelación algo que merezca la pena. En una reunión no tendremos a nuestra disposición ninguno de esos tres lugares que se señalan como fuentes de las intuiciones sublimes del espíritu creativo (bed, bathroom, bus).
  3. Por último, un buen moderador. No cualquier moderador, sino uno bueno. De los que guíen el encuentro, ponga los puntos sobre las íes, dé la palabra por turnos adecuados, permita el diálogo y la interacción. Lo complejo de su tarea no es este punto, sino moderar. Hablar se puede hablar mucho, sin dirección ni rumbo. La tarea del coordinador del grupo supone libertad para enfocar a los participantes, podar las ramas para que nadie se vaya por ellas, saber concluir y cerrar cuando convenga. Al final de un hermoso y largo diálogo podemos habernos quedado, tranquilamente, con una conversación de café, copa y puro, una charla de sobremesa. Y eso, a la larga, merma la participación y sensación de utilidad de las siguientes reuniones. ¡Ánimo a los coordinadores! ¡Nadie nace aprendido en este campo!

Pero ha sido una gran reunión. Lo reconozco. Juntar a personas diferentes, con distintas perspectivas, con visiones poco parejas es toda una osadía. Se asume un gran riesgo a pedir que trabajen en común, centrados e impulsando un único proyecto, a aquellos que no piensan lo mismo. En más de una ocasión me pregunto si es posible, si merece la pena, si no sería mejor dejar rienda suelta para que cada uno campe a sus anchas, «fluya» por separado y aporte aquello que «le gusta». Está de moda esta forma de existir, contagiándose de visiones únicas, de pensamientos exclusivos, rodeándose de los de siempre. Es más cómodo, de verdad que sí. Mucho más cómodo. Infinitamente más cómodo. Cuando todos son «iguales» se produce una cadena continua de retroalimentación y se fortalecen las visiones. Cuando no existe tal conexión en el punto de partida, el esfuerzo que hay que hacer implica un proceso mucho mayor.

  1. La diversidad enriquece. No hay personas neutrales, ni siquiera las que sonríen mucho y parecen simpáticas. Ha sido slogan repetido por muchos, que curiosamente eligen frecuentemente a sus iguales para temas de calado y peso. ¿Por qué? Porque la diferencia y falta de coordinación primera no es un reto baladí. ¿La diversidad enriquece? Soy partidario de un rotundo y contundente «no» cuando no hay algo esencial que una al grupo de trabajo. No cualquier cosa, no cualquier cuestión, sino algo nuclear. Imagino que un grupo de trabajo con personas diversas se parece mucho a un grupo de electrones que se repelen entre sí, y necesitan una carga contraria a la suya que haga de entorno sobre el que pivotar y mantener la tensión. Por otro lado, la diversidad aparecerá, tarde o temprano. Mejor pronto, sinceramente. Quienes demoran el surgimiento de las diferencias sabidas y conocidas por todos comete un error enorme, porque éstas se inmiscurián subliminal e implícitamente en todas las conversaciones. Cuanto antes se haga explícito, mejor. Así se podrán poner sobre la mesa todas las versiones, todos los criterios, y llegar a puntos comunes.
  2. Vigilemos las alianzas, esas sutiles minireuniones y miradas inocentes, lenguajes que se van uniendo y defensas y «ataques» en la misma línea. El estilo escolapio distingue desde hace , y no es el primero, entre conventos y conventículos. Minigrupos que se apoderan, ejerciendo una mayoría despótica sobre las minorías. Minorías que se sienten molestas y dolidas, marginadas y marginales. El valor democrático por excelencia, por mucho que se diga, no está en el poder de la mayoría, sino en la fuerza de los vínculos que unen a todos y responsabilizan a todos dentro de una sociedad pública y nítida, donde lo privado se diferencia de la vida de la ciudad y los miembros del grupo se esfuerzan por buscar la verdad y el bien común. De todas las alianzas posibles, la más peligrosa estimo que se puede llamar «peloteo al coordinador», «obediencia sumisa y sin criterio». Y creo que es así porque no hay nada que hablar en ese caso, no hay criterio sobre el cual entablar un diálogo y discernimiento en busca de la verdad y de lo mejor. Y después de ésta, la siguiente más peligrosa, es la anulación de miembros del grupo a través de chantajes y problemas afectivos. Juegan con aspectos personales.
  3. Por otro lado, para hacer posible la marcha del grupo, en el origen se debe valorar la flexibilidad de los panteamientos de cada persona que compone el equipo. Dicho de otro modo, la capacidad para ceder y para corregirse a uno mismo. Ceder en caso de no llegar a acuerdos, porque no todo es blanco o negro (aunque algunas cosas sí). Y para corregirse a uno mismo cuando toca sincerarse, y dar a torcer el propio brazo, cambiar de rumbo, adoptar otros criterios que no sean los propios. Incluso llegar a reconocerse equivocado. Me asustan las personas que no saben ceder, me dan miedo los que no reconocen sus fallos, y mucho más los que creen saber de todo y pueden hablar de todo con firmeza. Con esos no me quiero reunir. De ellos no se aprende. La flexibilidad de planteamientos es una forma de humildad. O se ejercita, o se muere.
  4. Por último, el miedo al conflicto. Ya he apuntado algo al respecto dos puntos más arriba. ¿Qué visión tenemos del conflicto cuando ponemos a un grupo a trabajar? ¿Obstáculo, problema, oportunidad, impedimento? Creo que algunos de los que dicen rápidamente «oportunidad» piensan y sienten lo contrario. O eso, o nunca han trabajado en un grupo verdaderamente diverso.

Pero yo espero que este grupo de trabajo, que hoy comienza con una gran responsabilidad, pueda trabajar y coordinarse en la verdad y en el amor. Algo que me anima desde el principio a participar con entusiasmo y libertad es saber que los que conformamos la reunión somos personas vocacionadas, llamadas a servir y entregar nuestra vida de manera gratuita por otros. Esto no lo tienen todos los grupos, la verdad. No lo digo sólo de mí. Lo sé también de otros. Y por ello, doy gracias. «Agradecimiento y compromiso», como dice el P. General de los Escolapios en su última carta a todos los religiosos de la Orden. Dos caras, de la misma moneda.