Me llama un amigo por teléfono, a quien he visto hace poco, para contarme algo. No consigo entender lo que dice porque se está partiendo de risa. Y todo para decirme que se le ha ocurrido recomendar un post de uno de mis blogs a un compañero suyo de trabajo, que también lee cosas en la red, a propósito de una conversación sucedida entre ellos, que vete tú a saber de qué iba. El primero extrañado soy yo.
Al parecer, entre mi amigo y su compañero todo iba bien hasta que le dijo que el blog era de un cura. Me imagino la escena. – «¿Lees a un cura? ¡Cómo te atreves! ¡Te comen la cabeza!» – «Pues nada, es que además es amigo mío, nos conocemos desde hace un tiempo y quedamos a cenar y charlar de vez en cuando, siempre que se puede que no son muchas.» – «Estás loco, ¡tú terminas mal!» Algo así debió ser aquella escena, con mi amigo riéndose.
Lo cual me ha recordado que este fin de semana, un matrimonio amigo que me invitó a cenar en su casa me dijo que su familia estaba muy contenta por haberme conocido, y que a alguien -de los de la mesa, sentado yo justo a su lado- le sorprendió que no intentase forzar el tema de Dios con él, ni sacar a colación nada de la Iglesia, ni de la fe, ni nada por el estilo. Y que se sintió cómodo conmigo. A lo que puedo decir, que también yo haciendo bromas y riéndome con él. Vamos, que le sorprendió que un cura no estuviese todo el tiempo hablando «como desde el púlpito» (ese lugar alto, que ya no se utiliza, y que aparece en tantas películas de Almodóvar). Será, piensa más de uno, que todavía no los hay portátiles, como los ordenadores.
Y también me ha hecho recordar a una alumna, que esta misma semana me hizo re-caer en la cuenta de que a los curas, por lo general, la sociedad no les escucha demasiado y que, si alguna vez les escucha, está tan llena de prejuicios que entiende lo que no se dice, porque no quiere entender, ni escuchar hablar de Dios a los curas, ni de la Iglesia a los curas, ni de otras cuestiones a los curas. Pero que si se habla desde otra «situación» o «condición» sí que atiende, y se recibe con menos prejuicios. Pero que lo que peor «se lleva» en la sociedad es que la iglesia «se camufle» como si no fuera Iglesia o como si no tuviera que ver con Dios. Reflexión de una alumna, a propósito de un video, que me resultó altamente iluminadora. Dijo lo que todos pensábamos, incluso yo. Lo cual no significa que no me lamente, porque es como si yo recibiera a alguien en mi despacho y no quisiera escucharle, o hablase con un inmigrante pensando que es un ladrón, o con una persona con sida creyento que es un degenerado, o con una pareja con problemas familiares pensando que son malos padres, o con un joven rebelde pensando que es un desalmado. De mí dependen no hacerlo. Pero la reflexión de la joven alumna, sin duda, es de lo más lúcida.
No me quedo aquí. También recordé que ayer quedé a cenar con una amiga -y hermana-, y uno de los temas fue el de los prejuicios dentro de la Iglesia, a la hora de escucharnos entre hermanos, los unos con los otros, y de cómo nos tratábamos, y demás. Porque la gente cree que la Iglesia una es una Iglesia uniforme, sin aceleración de ningún tipo. Algo que tambien dialogué con el párroco de mis padres, a quien invité ayer mismo a comer en nuestra comunidad, y con quien disfruté una excelente sobremesa. También con él apareció este tema de conversación.
Porque aquí no termina el asunto. Porque esto de los prejuicios, ojalá fuera algo relacionado sólo con la fe, pero todos sabemos que no. Tendría salida purificando la fe, haciéndonos mejores, siendo más santos, o más sociales, o quitándonos la ropa de curas y de religiosos, o no llevando cruces, o no diciendo a nadie que somos cristianos. Sin embargo, no es problema ni de la fe, ni de la religión, ni de la iglesia, ni del cristianismo. Sino de lo humano, de lo más humano. El problema no está en la fe, sino en el corazón de la gente que juzga y prejuzga, y no se cansa de andar por ahí con sus supuestos, con sus impresiones, con sus criterios zarandeados convertidos en banderas que no quieren escuchar, y en orejeras protectoras de algo más que del frío.
Así, me pregunto yo, ¿cómo quiere más de uno hacerle a Dios una pregunta y escuchar respuesta? ¿Será posible en un mundo tan lleno de ruidos, donde ni siquiera nos escuchamos a nosotros mismos, ni a los que tenemos al lado, ni damos la justa oportunidad a la gente de expresarse tranquila y sosegadamente, con paciencia y libertad? ¿Será posible que haya quien todavía diga que Dios vive en el silencio, en lugar de reconocer que estamos «cargados» de nuestras propias palabras, sabiendo lo que nos van a decir, con miedo a lo que nos digan…?
Gracias, amigo, porque más allá de tus risas y de tus gracias, me has abierto el corazón. No sé si leerá finalmente el post que quisiste que leyera, pero vete explicándole a tu compañero que ha sido pretexto elegante y digno de una entrada en mi blog de altura. Si alguna vez voy a tu trabajo, aunque la cosa está complicada, me encantará saludarle y tomarnos algo. No hace falta hablar de Dios a la gente para que piense en Él y lo busque. Hay días que con estar visible es más que suficiente, y más interrogante en ocasiones no podemos soportar.