Mi reflexión abierta sobre la Navidad


El juego entre la apertura y la Navidad es, sin equivocarme, lo mejor del título. A una Navidad abierta le corresponde una reflexión y vida abierta, como no puede ser de otro modo. Como es así, no está terminada, falta mucho para que esté cerrada. No quisiera que se cerrase nunca. Así, como se muestran los belenes de toda la vida, sin puertas, de cara al mundo, acogedores, visibles al tiempo que resguardados y protegidos. Abierta de tal modo que sea fácil encontrar la pista hasta llegar a ella por diversos caminos y ensayos humanos, no con humanos, no con la vida. Abierta, como opuesto a la cerrazón y a quienes señalan con excesiva facilidad qué es y qué no es Navidad. Porque me los encuentro de todos los colores. Quienes dicen que la Navidad es familia, dicen bien al menos a mi entender, siempre y cuando, por ejemplo, no impidan que los suyos estén donde deben estar, cerca o lejos, cumpliendo su misión. Así lo entiendo yo. Quienes dicen que la Navidad es misterio no se deben olvidar de que a la vez hay que hablar de un Dios revelado y hecho hombre, y quienes hablan sólo de esta pequeñez no dejen pasar la oportunidad de hablar de la grandeza de Dios, de aquel que será llamado Grande según María recibió de palabras del Ángel. Otros ponen énfasis en la alegría y la fiesta, la diversión y la ruptura con la realidad cotidiana, y estimo que tampoco podemos caer en la falta de consideración con quienes sufren. La Navidad ofrece a todos alegría y desparpajo, aunque no todos la acogen del mismo modo. Siempre hubo grados, me enseñaron en la escuela. Siempre han existido tablas, escalores y escaleras desde las que mirar el mundo, y pisos con diferentes alturas. Quienes hoy viajan a lo más alto, o desean hacerlo, no sabrán por otro lado si lo que hoy toca es el sótano humilde y escondido, o si hay que escalar hacia la azotea para ver todo el mundo de un plumazo. No lo tengo claro, y cuanto más se cierra, menos se ve, menos se escucha, menos se acoge.

Sin embargo, creo que la apertura nace del Belén mismo. No de otro rincón del mundo. Menos aún de mi habitación, en la que hoy escribo como siempre, como cada día cotidiano. El Belén es un espacio dispuesto, una metáfora de lo que Dios ha preparado para quienes quiene escucharle, para quienes quieran acercarse. Nadie sabe qué encontrar, y sí que puede,  y debe si esta es su disposición, encaminar sus pasos hacia allí. El Belén tal y como lo conocemos, siempre fue signo de sorpresa, de admiración, con algo cautivador y llamativo. Un punto de escándalo que hemos sabido enmendar en la cultura a base de repetición y de adornos. Un signo de provocación lanzado por Dios a la humanidad. Hoy me he dado cuenta de que nuestros belenes siempre me sitúan como alguien grande ante el misterio que refleja, porque las figuras me obligan a detenerme, a fijar la mirada, a poner ojos renovados, a buscar detalles, a agacharme físicamente incluso para coger y adorar al niño. El niño siempre es más pequeño que yo, como es normal, y más pequeño que cualquier otro niño que conozco. Me obliga, me exige, me pide abajarme, arrodillarme. Y este camino lo puedo emprenderdesde la sorpresa o desde el deseo de «poseer», en lugar de dejarme poseer por su escándalo.

La Navidad no creo que sea una fiesta meramente de consumo. Lo que buscan los hombres en estos días no es, ni mucho menos, cosas y más cosas. Saben que quieren mucho más. Saben que el éxito o fracaso está en función a mucho más que eso. La referencia sigue estando clara. Y un diálogo sincero, de dos o tres minutos, pone los puntos sobre las íes cuando las preguntas son adecuadas. Qué buscas, qué quieres encontrar, qué esperas de todo esto. Y también, qué has preparado y cómo te has preparado. Quien arregló sus trajes para que fueran acordes con su cuerpo, o viceversa, los cuerpos para los trajes, será mirado por su apariencia. Quien dispuso una gran fiesta para acoger, dar alimento, será lo que se lleve o deje de llevar. Quien caminó durante un tiempo más en el interior, más adentro, será también ahí donde encuentre su regalo, la gracia, el motivo y el fundamento. Cada uno se preparó a su manera. Creo que no todos del mismo modo, aunque quizá es que hay lazos y rutinas que tienen más fuerza en el corazón de lo que pensamos. No lo sé. Ojalá todos sean testigos estos días de más de lo que deseaban. Porque ni siquiera el mejor hombre del mundo puede esperar algo de Dios de semejante magnitud, ni nadie supo de antemano que esto sucedería por este camino tan estrecho al tiempo que tan hondo y tan cercano. Lo normal hubiera sido, según piensan los hombres, que Dios bajase a visitarnos en medio, como poco, de rayos y centellas, si no con un carro precioso de luces de colores y rodeado de una multitud de ángeles que significase que era el más seguido en cualquier red social de la época, con el mayor ejército jamás pensado.

No entiendo, y no estoy dispuesto a perder tiempo en eso, por qué Dios quiso nacer, hacerse hombre como nosotros. Si a mí me pregunta cómo salvar al hombre, creo que no se me hubiera ocurrido nunca una respuesta así. Lo reconozco. Ahora puedo pensarlo, pero ante no hubiera imaginado que lo humano pudiese ser tan grande. Ya ves, mi problema no era con Dios, sino con el hombre, como que no lo veo capaz, siendo tan visible, de lo invisible y eterno. Pero Dios no me preguntó. Y cuánto me alegro. Ahora mi tarea es aceptar que Dios quiso revelarse y mostrarse así. Que eso que tantas veces le digo a Dios de «dame un signo», «hazme una señal», «un guiño, sólo un guiño» para hacerme ver que esto de vivir merece la pena, con sus agotadores días y con sus muchas ilusiones, o eso que le digo de «déjame verte para saber que eres real», ya me lo ha dado. Me toca aceptar que Dios me dio solución a mis preguntas e interrogantes antes incluso de que yo naciera. ¡Qué grande eres! ¡Cómo sabías que iba a estar así!

Por último, en mi reflexión abierta, me invade una alegría y respeto inmenso al saber que no es de Dios estar solo, ni arriba en el cielo, ni aquí en la tierra. Que la fragilidad del niño no es razón para que esté su madre, sino que su madre y su padre están, como los pastores o los magos, como los animales o la gente, porque a Dios le ha dado la gana compartir y seguir tejiendo relación desde el principio. Los niños no miran cuando nacen. Ese niño, que es Dios, se goza de ser mirado y contemplado, de ser acogido y abrazado. Y eso, cuando es Dios quien lo elige, ¡significa bendición para el hombre débil!